AGUA
Calor,
moscas, polvo, hedor a fritanga y a aguas fecales. Bajo el sol abrasador del
mediodía, una multitud sucia y harapienta pulula desorientada por las
callejuelas de la ciudad. Pero qué es lo que va buscando. Se la ve medrosa,
descompuesta, con la mirada perdida, va aterrada por la sequía, por la
enfermedad, por la penuria de hogaño, por las miserias arrastradas de siglos
atrás, desde siempre.
La
última noticia ha corrido por la ciudad como un reguero de pólvora. La última,
la más terrible, mas no por ello menos esperada. Los sombríos sacerdotes del
Templo fatalmente han acertado con su negro oráculo. La ominosa profecía se ha
cumplido: el gran río que abastece a la ciudad también ha caído enfermo. Sus
turbias aguas pardas, ni aun hervidas, son ya de fiar. No queda, pues,
esperanza alguna de salvación.
La
chiquillería, sin embargo, como es propio de ella, se muestra ajena a todo. Su
prodigiosa vitalidad se resiste a dejarse mermar por las calamidades.
Un
grupo de arrapiezos acaba de hallar motivo de jolgorio junto a la fuente seca
del mercadillo y, por entre la gente, se ha puesto a perseguir alegremente a un
viejo pordiosero que arrastra su cojera a duras penas por el polvo. Lleva una
pierna vendada hasta la rodilla, y por detrás le cuelgan mugrientas hilachas de
algodón.
Los
chicos no dejan de acosarlo, mofándose e insultándolo, suscitando ocasionales
reconvenciones entre los vecinos y comerciantes. Mientras tanto, el viejo, mudo
como una piedra, sin que la más mínima queja remueva las profundas arrugas de
sus labios, procura espantarlos soltando blandos manotazos al aire.
En
su trastabillante huida se ha internado por un callejón de altos muros de
adobe, estrecho y desierto, que más bien parece un oscuro pasadizo. Los
muchachos más osados le siguen en pos, pisándole los restos de la venda
desprendida hasta hacerle dar un traspié y caer.
El
mendigo, resignado, se yergue otra vez con gran trabajo, y sigue adelante medio
arrastrándose. Da vuelta a una esquina, continúa derecho, da vuelta a otra, y
se interna por un nuevo callejón en curva, aún más estrecho y tenebroso. Aquí
la sombra se adensa tanto que incluso refresca.
Los
chicos siguen pisándole los talones, y él, agobiado, probablemente en el límite
de la paciencia, se detiene por último en mitad del callejón a encarar a sus
torturadores. Al volverse, sin embargo, no hay en su rostro vestigio alguno de
indignación o de furia. Al contrario, sus pedregosos rasgos lo que reflejan es
un miedo profundo. “¡No me robéis! ¡No, no me robéis, por Dios!”, suplica
lastimero, apoyando la espalda en el muro. Sus ojos se han llenado de lágrimas.
“Tomad, tomad y, por el amor de Dios, marchaos en paz.”
Al
decir esto, arroja unas piezas de cobre al suelo. Sus perseguidores se
abalanzan por ellas, momento que él aprovecha para volverse a mirar nervioso a
un lado y otro del callejón. Acto seguido, se deja caer de rodillas y, haciendo
a un lado el trapajo que hace de cortina, se cuela como un gato por un pequeño
hueco semicircular que se abre al pie del muro.
Los
tres chicos famélicos que se han aventurado hasta aquí se miran entre sí con
gesto interrogante. ¿Eh? Los ojos les brillan de fascinación al contemplar
entre sus dedos las monedas que han recogido del polvo. Entonces, uno de ellos
apunta en voz baja una sugestiva idea, y ahora los ojos les llamean de codicia.
No
dudan un instante sobre lo que conviene hacer a continuación, y uno tras otro
se deslizan tras el viejo.
Éste
les aguarda en el interior de una lóbrega covacha de barro, de techo bajo, al
parecer sin ventanas y apenas provista de mobiliario. Súbitamente
transfigurado, con ágil y por tanto aterrador movimiento, les corta la
retirada, interponiéndose entre ellos y esa única salida visible. Luego se
sienta tranquilamente en el fresco suelo de tierra, frente a los tres, que se
apretujan entre sí, llenos de temor.
El
filo curvo de una pequeña daga reluce de pronto en la penumbra. Los ojillos del
viejo no brillan menos cuando les lanza la más perversa de las sonrisas y, con
ayuda de la daga, procede a arrancarse presuroso las sucias tiras del vendaje
que le envuelve la pierna.
El
olor nauseabundo que se desprende satura en pocos segundos el estrecho
habitáculo. Los chiquillos gimen de asco y aturdimiento.
“¡Vamos,
perros!”, gruñe el viejo entre dientes. “¡Sin perder un segundo! ¡Hay que lavar
estas llagas!”
© J. L. Fernández Arellano, 92.849/28/04/00
Enlace a Amazon:
https://relinks.me/B08Z89D1F2
No hay comentarios:
Publicar un comentario