RAMAL
SECUNDARIO
Inesperadamente, el metro aminora
la marcha entre dos estaciones, aunque sin llegar a detenerse por completo.
Es la señal.
Con súbito agobio, el hombrecillo de la carpeta azul –quien, aun sabiendo que
de poco habrá de servirle, se ha pegado a un rincón en el extremo posterior del
vagón– se echa mano al bolsillo superior de la americana, donde suele llevar
las gafas ahumadas. Pero pone gesto de contrariedad. Se desabotona del todo el
abrigo y la mano repta nerviosa a los de abajo, el izquierdo, el derecho. Por
fin aprieta el puño y se golpea con disimulo en la cadera: las puñeteras gafas
se han quedado en la oficina.
Por encima del traqueteo, que sigue en descenso, le llega el perverso pitidito
de advertencia. No dura más de cinco segundos. Es como si les diese apuro
prolongarlo por más tiempo, o como si el operario encargado de presionar el
condenado botón no se encontrase muy contento con su trabajo y le importarse un
comino que muchos de los viajeros, unos enfrascados en sus solitarias
meditaciones y otros conversando trivialmente entre sí, ni se hayan enterado
del aviso y vayan a llevarse la desagradable sorpresita de siempre.
Siempre
lo mismo, y sin embargo no acaban de acostumbrarse. Ni que fuesen... Pero no,
qué demonios. Los viajeros se hacen los suecos adrede, pues claro que sí. Y eso
es bueno, es inmejorable que la gente no acabe nunca de dejarse agobiar por
determinadas cosas. Porque no quieren. Sencillamente no les da la gana de
agobiarse, y hacen pero que muy bien.
Al hombre de la carpeta azul no le gusta ni un pelo la pinta que adquieren las
cabezas y caras apelotonadas que, con la lentitud de la marcha, han dejado de
bambolearse y ahora permanecen rígidas e inexpresivas ante sus narices.
Pero cómo iba a gustarle semejante espectáculo. Esa luz es verdaderamente
demoníaca. Ni en sus peores pesadillas recuerda haber visto nada igual. Qué
invento infernal puede ser éste. La luz parece fría y tibia a la vez; es de un
tono blanco cremoso, que se resuelve en gris violáceo, o algo así, pero de
manera muy nítida, al tocar el rostro, el cuello, las manos de los viajeros. Y,
si uno se fija bien, su efecto no se detiene en la superficie, no. Da la
impresión de corroer la piel, de que su maligno poder va penetrando en la carne
profundamente, desnudándola de sombras y brillos ocasionales, casi de gestos.
Sí, de tejidos incluso: un adentrarse más y más, suavizando los contornos, los
rasgos, las prominencias, lamiendo hasta el hueso… ¡Uf!
¡No hay derecho! ¡Mira cómo de los lastimosos espectros resultantes no hablan
nunca los periódicos! Algunos (le da dentera observarlos), los menos avezados,
se repliegan sobre sí mismos, aprietan los párpados, humillan la cabeza. Otros,
como suele hacer él mismo, se guarecen tras todo tipo de lentes con filtro,
bajo bufandas, gorras, sombreros. Y los más valerosos se encogen de hombros, se
cruzan de brazos y comentan lo que sea con el vecino, a ver, qué se le va a
hacer.
Pero al hablar y hablar estos últimos, por entre sus labios lívidos que figuran
una rara tensión, y sus dientes entrevistos, sin brillo, como de plomo, la
cavidad de la boca se les destaca inconcebiblemente. Se les ve más que oscura,
más que negra, como una pelotita de carbón puro que quisiesen escupir.
Aunque esto no es lo peor. Lo peor son los ojos, con esa parpadeante mirada
opaca, cruda, seca, que recuerda a la de los peces muertos, o a la de ciegos,
por lo chocante y vacía.
¡Dios mío, qué espectáculo!
¿Y aquella mujer alta, tocada de
un pañuelo blanco, que destacaba por encima de los demás? Quizá un acceso de
interés morboso por comprobar en qué ha podido quedar su rubio atractivo, le
incita a buscarla con la vista de nuevo, desde su rincón.
Sigue en el mismo lugar, erguida y digna como una estatua, en el espacio
abarrotado entre las dos portezuelas traseras. Al tuntún, también ella parece
haber reparado en su persona. ¿Pensarán ambos lo mismo, que esos ojos inverosímiles
no es posible que oculten pensamientos normales?
Pese a esforzarse, no se muestra capaz de sostener la mirada de la mujer y, ya
satisfecha su peligrosa curiosidad, suelta una risita entre nerviosa y
asqueada, para terminar haciendo lo que la mayoría de los presentes, cerrar y
bajar los ojos, como avergonzado.
De refilón, en el último instante, ha creído advertir, con sorpresa, que la
mujer le sacaba con gesto vulgar la lengua; y qué lengua, por el amor de Dios.
A la inmunda luz de los focos, semejaba la cabeza de un enorme gusano grisáceo.
Por fin se escucha en lo alto el sonoro clic que anuncia la conclusión del
proceso, y sobreviene un murmullo general de alivio. Todo ha vuelto a la
normalidad. Con la luz habitual, regresan la vida y el sosiego a los rostros de
los viajeros. Gracias al cielo, las sesiones nunca duran más de cinco o seis
minutos.
El tren pesadamente se pone en marcha de nuevo, y la mujer del pañuelo se gira,
abriéndose paso con dificultad hacia la portezuela de la izquierda. Seguro que
tiene previsto apearse en la próxima estación. Pero al moverse entre la gente,
el pañuelo blanco se le engancha en algún sitio, se desprende, cae a un lado,
dejando al descubierto una calva bastante considerable. En realidad le abarca
toda la nuca, desde la coronilla hasta el cogote. Aquí y allí le cuelgan
algunos mechones pálidos, sucios, apelmazados… Es mejor no mirar. Pero ella ya
se ha percatado, y vuelve a cubrirse con precipitación.
Por televisión no se cansan de explicar que ese tipo de cosas nada tiene que
ver con la verdadera epidemia (la cual, por otro lado, aseguran, tampoco debe
ser considerada exactamente como una epidemia). No obstante, el hombre de la
carpeta conoce ciertos síntomas. Vaya si los conoce. Recuerda a la perfección
la terrible y escandalosa agonía sufrida hace unos meses por su compañero de
mesa en la oficina, su viejo amigo –la rectitud en persona, como siempre lo
llamaban todos–, y no se deja engañar. Esa mujer, que en algún momento hubiese
podido rozarle la cara con la mano, se la mire a la luz que se la mire, lleva
impresos en toda su persona los signos inequívocos de la locura y de la muerte.
Mas he aquí que el metro no acaba de cobrar velocidad. Todo lo contrario. Sin
duda vuelve a reducir la marcha. Y, de improviso, se produce un movimiento de
alarma entre los viajeros. Algo debe de estar sucediendo al fondo, en la parte
delantera del vagón, porque han saltado algunas exclamaciones de disgusto y se
adivinan tímidos forcejeos. Y ahora, por si fuera poco, les taladra los oídos
el penetrante silbido de los frenos. Alguien ha de haber accionado la palanca
de emergencia.
El tren da un tumbo, da otro tumbo y se detiene por fin en mitad del tenebroso
túnel. La luz entonces tiembla, fluctúa y decae hasta apagarse. Es sustituida por
los focos esterilizantes, que de nuevo brillan a plena potencia.
La cosa pasa ya de castaño oscuro. El hombre de la carpeta da una patada al
suelo, suelta un gruñido, se pone de puntillas, abarcando las distintas
reacciones de la gente con la mirada. Recibe un codazo en las costillas y
maldice por lo bajo. Los sólidos espectros que gravitan a su alrededor (dos
señoras mayores, un chico con auriculares, una pareja de jóvenes que se abrazan
preocupados…) empiezan a revolverse, a atosigarlo, a hacer preguntas estúpidas
que nadie sabe responder, a protestar en voz alta. Qué sucede. Qué demonios
está pasando.
Nuevas exclamaciones y confusión. Hacia la parte central del vagón, la masa
fantasmal de viajeros se ha agrupado, y luego, de común acuerdo, se aparta para
dejar paso a alguien, un barbudo de edad indefinida, grueso, con abrigo largo,
que lleva en la mano… ¡Se ha vuelto loco, empuña un arma corta, amenaza con
ella a las personas que lo rodean!…
Pero no, qué va, su actitud no es agresiva. Lo que está es intentando hacerse
comprender. Les grita algo que apenas se escucha entre el barullo.
«¡Nos han encerrado!», parece que dice enfurecido, haciendo ademanes con esa
cosa.
Se hace un silencio momentáneo. La gente retrocede a su alrededor un poco más.
«¿Es
que no se dan cuenta?», vocea. «¡Estamos metidos en una trampa!».
Pero ahora se detiene, poniéndose a manipular nerviosamente el objeto, hasta
que éste, de pronto, empieza a emitir un destello blanquecino. Y el barbudo,
haciendo caso omiso del revuelo que ha organizado, se abalanza hacia el panel
lateral del vagón.
El hombre de la carpeta no da crédito a sus sentidos. Se adelanta un poco,
estira el cuello para ver mejor. El tipo sin duda no está en sus cabales. El
arma no es más que una especie de… soplete, ¡y con su ayuda está intentando
cortar la chapa! Pero en un instante otros cuerpos se interponen y pierde de
vista la escena, pensando con desaliento: otro pobre desquiciado.
Pero así acabarán todos si esto no se soluciona enseguida, porque el tiempo va
transcurriendo y el tren continúa parado. No se mueve ni en un sentido ni en
otro. Los altavoces, sin embargo, permanecen mudos. La puñetera Compañía debe
opinar que la situación no merece todavía una explicación de su parte.
Pero lo desconcertante pasa a resultar inconcebible.
Rápidamente se extiende el rumor de que el vagón, que era el de cola, hace rato
que se desprendió del resto del convoy, yendo a parar a una especie de ramal
secundario. La quietud y la oscuridad exteriores son, en efecto, absolutas. Los
viajeros platican unos con otros llenos de un hondo estupor, que la acción
distorsionante de los focos no hace sino aumentar. Algo semejante a un barniz
mate comienza a bañar sus rostros transfigurados: es el sudor.
El hombre de la carpeta se pregunta qué habrá sido del tipo del soplete. Decide
ir a comprobarlo por sí mismo, aproximándose, de paso, a la relativa seguridad
de la portezuela trasera. Pero hay demasiada gente; le dan manotazos y le
increpan por empujar. Maldita sea, por ser pequeño lo tienen totalmente
acoquinado.
Se siente humillado, a cada instante más irritado y confuso. El pecho le duele
de impotencia, de perplejidad, de estúpida congoja. Por fin, la indignación
restalla dentro de él, rompiendo en pedazos la parálisis que quiere atenazarlo,
y, como no puede avanzar, es de los primeros en dar la espalda al alboroto y
emprenderla a puñetazos con el cristal de la ventanilla, mientras pide a gritos
que abran, que abran de una maldita vez. Continúa, sin embargo, empeñado en no
permitirse perder del todo los estribos: al aporrear sujeta a duras penas la
carpeta bajo el codo.
Muchos hombres, mujeres, y hasta niños que, así y todo, se lo están pasando en
grande, lo imitan con los puños, los pies, usando lo poco que tienen a mano,
bolsos, carteras, incluso zapatos, mientras el griterío va en aumento,
recorriendo el espacio sofocante del vagón en histéricas oleadas.
Dos brujillas exangües, que no levantan cuatro palmos del suelo, se desmelenan
patéticamente a su lado, golpeando con sus débiles manos abiertas y lanzando
chillidos incomprensibles, espeluznantes. Y él al mirarlas experimenta un odio
infinito, como si fuese justo el escándalo que están armando, los alaridos, las
efusiones desmedidas de seres de esa ralea, lo verdaderamente capaz de echarlo
todo a perder, de despertar, de invocar el desastre definitivo; en tanto que él
mismo, y algunos otros como él, dentro de lo que cabe, logran mantener la
calma, que es lo único que podría evitarlo, que, de hecho, lo está evitando.
O al menos tratando de evitar la locura, la auténtica pesadilla que acaba de
iniciarse: el siniestro crujido que recorre el armazón entero del vagón y que
los acalla a todos de golpe, el aterrador chirriar metálico que parece provenir
del exterior, el suelo estremeciéndose como sacudido por un terremoto; la parte
trasera del vagón elevándose poco a poco, pero sensiblemente, bajo sus pies, al
tiempo que la delantera va descendiendo, también inequívocamente.
El vagón entero, sí. Por más grotesca y descabellada atracción de feria que
pueda parecerle, el vagón sin más se ha puesto a girar sobre sí mismo. [...]
ALGO EN ESA CALLE
Si, parada aquí, junto a esta
fachada sucia y fría, me da por ponerme a pensar, lo primero que se me ocurre
es que no sé quién soy, ni cómo soy, ni por qué. Pero ¿me gustaría saberlo?
Bien, a veces creo que necesito saberlo. Pero qué sé yo de necesidades ni de
nada. Da igual. Nada importa. Y como nada importa, nadie es capaz de imaginarse
una existencia más triste y extraña que la mía. Es como para volverse loca.
Aunque supongo que ya lo estoy, o digamos que la gente opinaría que es para
volverse loca, que sin duda ya lo estoy, si pudiese ponerse en mi lugar. Pero,
como digo, mucho me temo que nunca nadie ha tenido ocasión de hacerlo, de ver
las cosas tal y como yo las veo, por suerte para ese nadie.
Que yo sepa, solo existiría en el
mundo alguien capaz de hacerse una idea más o menos aproximada de mi situación.
A esa única persona casi diría que le tengo un cierto apego, no sé. Hay algo,
una inexplicable afinidad que nos une, bien es cierto que en mí los
sentimientos, si es que me atrevo a otorgarles ese nombre, poseen el don, como
todo lo demás, de lo indefinible, de lo vago e inconsistente, como... como las
rachas de niebla y llovizna que esta madrugada han cruzado brevemente por esta
misma calle.
No, no sé quién soy, o quizá no
quiero saberlo, porque aquello que me aporta algún sentido, el único lazo que
me ata al mundo, consiste en un afán, una tendencia fluctuante pero clara (creo
que ahora lo comprendo) de afligir a esa única persona con la que me es dado
comunicarme. Aunque ahora en concreto no esté en mi ánimo herirla, aunque
muchas veces quizá prefiera una larga conversación, franca y reveladora, de
igual a igual, con ella; una conversación, especialmente, en la que la última
palabra no la tuviésemos ninguno de los dos; que el final no fuese sino una simple
mirada silenciosa y profunda, llena de afecto y mutua comprensión, una hermosa
despedida que sellase para siempre nuestra ¿amistad?, pero en la que quedase
implícito que ya nunca volveríamos a vernos, que ésta habría sido la primera y
última vez en que nos mirásemos a los ojos, libres al fin felizmente uno del
otro.
Pero ¿es éste en realidad mi deseo?
Yo pienso más bien que sería el suyo, en el caso de que cobrase conciencia de
mi existencia, claro está, pues no dudo que para mí lo más cómodo es seguir
como estamos, él de un lado y yo del otro, y él sin conocerme, sin verme
siquiera, sin imaginarse ni de lejos que lo observo diariamente, que lo
reconozco al instante entre la multitud, que lo acompaño incluso a lo largo de
la acera, que, diríase, le hago elegir esta calle precisamente y no otra para
culminar sus paseos vespertinos.
Mas, ¿tan grande es mi poder? ¿Seré
capaz en verdad de orientar sus pasos en uno u otro sentido? Por supuesto, cómo
no, y me invade el pánico solo de pensar que son ilusiones mías. Me pregunto
qué sería de mí si un día ya no pudiese arreglármelas para atraerlo a mis
redes. ¿Qué sería de mí? Mi existencia tocaría a su fin así, de pronto, ¿no es
eso? Me disgregaría lánguidamente en la propia nada que hilan sin cesar mis
pensamientos, me borraría de aquí de forma definitiva, me fundiría como… lo ha
hecho la escarcha junto al bordillo esta mañana, como por efecto de la luz y no
de la tibieza del sol; desaparecería sin haber logrado decir ni esta boca es
mía. Pero, ¿acaso está en mi mano hacerlo, expresarme por medio de sonidos
articulados, escapar por fin a la blanda tiranía de este extraño silencio,
señalarme a mí misma de algún modo a él, a alguien más?
Es así como, insistiendo una y otra
vez en las mismas preguntas, termino de nuevo intentando contestar a la más
importante. De dónde proceden estas preguntas, cómo y cuándo he aprendido a
formularlas.
Conservo en lo más hondo como
reminiscencias de una existencia anterior. Estas gentes que pasan con premura
por mi lado, mientras permanezco ociosa a la espera, tal vez me recuerdan
actitudes y gestos míos que un día tuvieron algún significado. En sus prisas
solitarias, en sus naturales ademanes y crispaciones, en sus maneras bruscas y
ordinarias de parlotear entre sí, o de caminar abrazadas como esas hermosas
parejas de jóvenes, me parece reconocer algo que una vez fue mío, y que
seguramente odié sin saberlo, hallándose en la ignorancia y en la persistencia
de ese odio quizá el motivo real por el que acabé perdiéndolo todo.
Sí. Por qué no. Haciendo un gran
esfuerzo, puedo recordar (un poco con la ilusión peregrina de que sigue
vigente, de que va a reproducírseme de un momento a otro) que muchas veces yo
también tuve prisa en esta calle, y que nada me importaba en realidad salvo esa
prisa. Un ímpetu idiota de ganar tiempo al tiempo, de acelerar para adelantarme
a mí misma, de dejar atrás continuamente a aquella que era en cada instante. Y
en ocasiones mis pies parecían no tocar el suelo, parecían no tocar el suelo...
Moverme deprisa y corriendo a todas
partes debía antojárseme cosa esencial en la vida. Tan esencial que, si ahora
pretendo hacerme una idea de los motivos concretos que me impulsaban, de mis
problemas y asuntos cotidianos, del lugar de procedencia y destino de los
mismos, no lo consigo. Todo, todo se me ha borrado salvo ese malestar y esa
prisa, hasta el punto de que he olvidado el instante y la manera en que aquel
absurdo estilo de vida cesó. El instante crucial en que me sorprendí a mí misma
por vez primera varada sin pena ni gloria en esta triste acera, observando
distraída y distanciadamente al gentío, preguntándome cosas que creo que nadie
más que yo se pregunta, y esperando quizá que alguien alguna vez me dé la
réplica adecuada, me ayude a salir de mí misma por un solo instante (la gente
se expresa en términos parecidos), el tiempo suficiente para darme oportunidad
de agradecérselo, ¿no es eso? Puesto que yo sola no me entiendo, y sé que no
siento interés verdadero por nada ni por nadie, y algo me dice que eso no es...
conveniente, no es correcto. Quisiera saber si alguna de estas personas que
pasan y pasan con la mirada fija y absorta en quién sabe qué, padece un tipo de
amnesia similar a la mía. Pero de qué, repito, de qué demonios habría yo de
acordarme.
Ahora, de pronto, lo veo torcer la
esquina como un autómata. Hoy tampoco ha faltado a la cita. Debe de ser
gratitud lo que siento, aunque, como digo, no se me escapa que términos tales
como gratitud, interés, afecto, no me pertenecen, no me son propios. Los
escucho por la calle aquí y allá, y es el eco que en mí despiertan, unido a la
expresión que se adivina en los rostros de las personas que los han
pronunciado, lo que en realidad me orienta en su significación. Eso es todo.
«Gratitud» va siempre asociado a la sonrisa; «interés», al gesto despreocupado
o desdeñoso; «afecto», a la sonrisa igualmente. Estoy por afirmar que las
palabras poseen en sí mismas un gran peso específico, dicen mucho de las
personas, pese a que estas opinen que saben fingir muy bien sus emociones.
Va aproximándose cabizbajo, con
lentitud deliberada. Al principio me sitúo a una distancia prudente, de forma
que, sin llegar nunca a comprenderla por entero, solo asimile mi presencia
gradualmente, sin brusquedades. Y empiezo a contactar, a susurrarle, a lanzarle
indirectas mentalmente, hasta que se acerca tanto que casi podría tocarle en el
hombro. Y entonces no me contengo más. Lo envuelvo de alguna manera, lo enredo
en mis pensamientos pálidos y plumosos, como en un remolino de aire apenas
perceptible. Y él vuelve la cabeza, de súbito intranquilo, y su mente se
detiene como en una indecisión. Estira y agita nervioso los dedos de una mano,
imaginándose que este agobio repentino no es más que la fatiga mental producto
de tantas y tantas nimiedades irresolubles que vuelven subrepticiamente a la
carga. Se fija en esa idea. Recuerda caras y cosas desagradables de hace unas
horas, levanta los ojos a las altas fachadas sucias, las luces de las farolas,
la bruma biliosa del cielo.
Mientras pugna por no llevarse la
mano a la frente trémula, nota que va subiendo la temperatura de su cuerpo y
que empieza a sudar ligeramente, y a inquietarse por las miradas de la gente
con la que se cruza, los insidiosos desconocidos de siempre. Ya no sabe qué
pensar. No sabe que soy yo, que me tiene prácticamente encima, que no es la
calle ni es él, ni ellos. Yo.
Y aquí vuelvo a preguntarme por qué
precisamente esta calle. Por qué él, por qué yo; y quién soy, qué soy. Puesto
que no soy como él, como ellos, y necesito saberlo. Que él me vea y me saque de
dudas de una vez por todas, pues solo él puede hacerlo, y al hacerlo, además
(ignoro por qué lo sé), conocerá su mal. Algo me ocurrió en esta maldita
calle...
Mas, ¡ay!, se me escapa, se
escabulle entre la muchedumbre y el tráfico. Intento seguirlo, pegarme a él.
Pero no puedo, es inútil. Vivo en la nada, ¿no es eso?, y la nada no pesa, no
se mueve. Quiero llamarlo y no puedo. Lo único que consigo es que la tensión,
el nudo de mi ¿garganta? se desate en pos de él. Pero no sale ningún sonido, no
puedo gritar, y yo también me pierdo, ¿me esfumo?, y desconozco si aún continúo
aquí o si es que ya he dejado de montar guardia simplemente.
* * *
Tengo presente lo sucedido hace
unas horas solamente hasta el punto en que mi pensamiento se confunde, converge
en la calle, se expande en ella como una mancha blanquecina. Ahora, la
fastidiosa constancia de esas, al fin y al cabo, naderías, deja de representárseme
como un conjunto ordenado de hechos, y éstos se me desenfocan, disgregándose,
se agitan, se comprimen unos con otros, se enquistan en distintos sectores del
cerebro, y de la boca, frágiles y caprichosos fragmentos de malestar negro e
insípido, entre dientes y lengua, ensalivados. Después, ya asimilados de esta
forma, cobran el sentido de la tensión anodina que me empuja al ritmo de mis
pasos inconsistentes, de lo que mi mente ignora del propósito mediato de mis
pasos, lo que no pudiendo decirse, se calla hacia adentro, lo que, no teniendo
a quien comunicarse, se suple por un par de muecas raras al espejo.
Voy por la acera muy despacio, con
una lentitud no deliberada, una lentitud de pasos iguales a sí mismos, pero no
a otros pasos; pasos callados y repetidos, repetidos y blandos, inútiles,
conscientes e inconscientes, imprimiendo a mi organismo un movimiento interno
flojo y contenido, de fluidos y músculos desganados, algo reticentes. Pero no
exactamente cansados, como si el no querer seguir adelante fuese algo
verosímil, constituyese una posibilidad, un deseo hermoso, de huida, y pavoroso
también, y, en cierta forma, fuese idéntico a las feas nubes que entreveo en el
cielo, inmovilizadas y atroces porque así debe ser.
Me ha pasado tantas veces. Hoy vuelve
a ocurrir.
Mis ojos preguntándome el secreto
profundo de esta calle. Pudiera consistir precisamente en que carece de
profundidad, en que la sensación de lejanía, el poder como evocador o
insinuante de las diferentes perspectivas, ha sido vencido por una fuerza
superior que viene a alimentarse de la dimensión espacial más débil, y que
aglutina y desbarata las otras dos, oprimiéndome y como frenando mi avance.
Mis ojos tan abiertos percibiendo,
no la distancia variada y continua, sino la amenaza de una simultaneidad
confusa y aplastante de líneas y planos grises y borrosos, de luces turbias y
caóticas, de amargas cenizas anaranjadas en lo alto. Y las señas de identidad
del mundo, lo concreto, las placas con el nombre de las calles, lo que se
exhibe en las vallas publicitarias y escaparates, los números de los autobuses,
las matrículas y marcas de los automóviles discurriendo (en círculos, parece)
por estas calles céntricas, no son más que etiquetas y denominaciones absurdas,
azarosamente correspondientes a sus propias irrealidades. Y los transeúntes son
yo y somos todos, aunque yo solo sea ya protagonista de estos pasos, que al fin
lo son todo y los llenan a todos.
Así que el tiempo se ha detenido.
Lo pienso, e instantáneamente se me antoja una ocurrencia fácil, manida. Pero
mi tristeza es tan intensa que desecha enseguida esas nociones. Me encuentro
tan solo en este instante que aceptar la existencia de lo ridículo o lo
pretencioso entrañaría a su vez la existencia de otro mundo, demasiado ajeno y
complicado como para decidirme a considerarlo ahora. [...]
© José L. Fernández Arellano. Ed. Libertarias,
1994. ISBN. 84-7954-199-7
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